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“Cerraré los ojos”.
“Los cerraré. Contaré hasta diez y el demonio desaparecerá”.
Eva
María lo tenía todo preparado para inaugurar su primer día de playa de aquél recién
comenzado verano. Había pedido un adelanto de quince días en el trabajo y como
las cosas tampoco marchaban bien en la empresa decidieron concedérselos sin
poner demasiadas trabas. Sus amigas Ana y Mónica llegarían a La Pineda el
viernes por la noche con lo cual disponía de tres días para ella sola. Para
relajarse de las incertidumbres de la fábrica, olvidarse de los ERES, del mal
ambiente que llevaba todo un año respirando y sustituirlo por el revitalizante
aire de la costa. Necesitaba con extrema urgencia huir del insaciable y
fagocita devenir urbano de una Zaragoza que se le antojaba cada vez más
impersonal y asfixiante.
Y
allí estaba dispuesta a recargarse las baterías y hacer únicamente lo que le
viniese en gana. A saborear cada minuto y a ponerse al día con toda la lectura
acumulada en los últimos meses. De hecho ya tenía un libro preparado en la
desgastada bolsa de NIVEA que cada verano la esperaba pacientemente en el fondo
del armario del dormitorio. “50 Desvaríos ocasionales”, era el libro elegido, un
poemario escrito por una autora oscense, que ya había leído en la quietud de su
piso zaragozano durante las noches invernales, recogida en una esquina del sofá
de su salón bajo la amarillenta luz de la lámpara de pie con pantalla, heredada
de su difunta madre. Le gustaba repasar sus páginas una y otra vez, por ese
motivo decidió traérselo de vacaciones. Su intención era tenerlo como libro de
referencia para momentos de soledad. Y siendo un martes de principio de junio
no esperaba tener muchas interrupciones en la playa tarraconense, ya que
tradicionalmente en La Pineda la gente solamente abarrotaba las salinas orillas
en la última semana de julio y la primera de agosto. El resto del verano y
entre semana apenas se contaban cien personas distribuidas a lo largo de los
cinco kilómetros de caliente arena, eso tirando por lo alto y aquél año no
tenía el por qué ser una excepción.
El reloj de cuco colgado junto a la librería
de pino acababa de anunciar las siete de la mañana, como siempre le pasaba tras
un viaje, los nervios le habían ganado la partida al sueño y ya llevaba
despierta un par de horas. Tiempo que dedicó en adecentar un poco el
apartamento, no sin antes prepararse un café bien cargado con una magdalenas
medio duras que reposaban desde la pasada Semana Santa en la caja metálica de
galletas del estante sobre la nevera. Eva María nunca había comprendido por qué
en aquella antigua caja de galletas las cosas tardaban tantísimo tiempo en
echarse a perder.
Recostada
en una tumbona de la terraza, con la faena terminada, apuraba un cigarrillo
mientras se dejaba acariciar por la brisa de la mañana dedicándose a observar su
sitio preferido de la playa, mientras pensaba con una sonrisa en los labios que
debería reclamar al ayuntamiento la propiedad de ese rincón. Era la zona más
pedregosa y por tanto la menos concurrida. Su "reino privado" se
situaba junto al espolón de enormes rocas que se adentraba unos cien metros en
el mar, separando la zona de baño con la cercana área del puerto de la
refinería. Un enorme monstruo que presidía el horizonte con su obscena silueta
de tubos y luces sin alma. Depósitos, herrumbre y malos olores era su legado a
un litoral en donde atracaban enormes petroleros para desangrar su contenido, a
través de sucios conductos hasta las avaras panzas de los gigantescos globos
metálicos que nunca parecían estar saciados del oleoso manjar.
Los
primeros y casi tímidos rayos de sol afloraban entre las nubes comenzando a
acariciar las húmedas arenas de una playa invadida por inquietas gaviotas, que
en grupos devoraban los restos desperdigados por la nocturna marea, ahora en
retirada. Eva María comenzaba a creerse ella misma con aquellos primeros
destellos de calor. Simplemente cerrando los ojos y respirando hondo, muy hondo
el aroma del mar percibía ese nexo tan especial con la naturaleza que tanto
tiempo había añorado. Se sentía parte de un todo. Un eslabón perfectamente engranado en la maquinaria de la vida, al
tiempo que muy despacito se iba reclinando en su silla hasta lograr apoyar los
pies sobre la barandilla de la terraza, consiguiendo un estrafalario
equilibrio, empero, su postura preferida. La quietud de la mañana y el
revitalizante olor de la cercana masa salina no resultaban todavía suficiente
estímulo como para apartar de la memoria el hecho de que su madre ya no pasaría
ni un verano más en aquél apartamento.
Necesitaba
como fuere exiliar aquél sentimiento de vacío y pensó en el bikini a rayas que
se compró en una de las tiendas del Gran Casa. Eso de estrenar siempre le había
encantado. Decía que un bikini nuevo traía buena suerte y éste lo había
conseguido por un precio bastante ajustado. Contenta por la adquisición ya que
pensaba gastarse más dinero, se hizo también con un gorro fucsia de amplio
vuelo y a juego un fular de gruesas e imprecisas líneas granates y moradas. Ese
día hubiese sido sin lugar a dudas el mejor del mes de abril si no fuera porque
llegando a casa, feliz por su compra, recibió una llamada que borró por
completo la sonrisa de su semblante. Su madre acababa de ser mortalmente atropellada
en un cruce entre Sagasta y Goya.
Los
recuerdos de aquellos terribles días sufridos dos meses atrás le asaltaron con
vívida fuerza. Socavando sin que pudiese evitarlo a su ridículo intento de
apartarlos. Hasta el punto de enflaquecer su ánimo, ensombreciendo la euforia vacacional
recién estrenada. Dos lágrimas se escaparon del cerco de sus ojos, se las secó
con rabia. No estaba dispuesta a dejarse llevar de nuevo por la tristeza, no
allí, no ante su amada costa, no ahora que lo que necesitaba su joven aliento
era la distracción que le ofrecían las trivialidades del entorno estival. Levantándose
con genio se dirigió a la bolsa amarilla de NIVEA y cogió el ejemplar del
poemario que tantas veces le había ayudado en aquellos días pasados. Los versos
de aquél libro poseían el poder de reconfortar su espíritu, y lograban la magia
de apaciguar sus emergentes estados de angustia como ningún otro había
conseguido hacerlo.
"Ni persona alguna", se dijo.
Delicadamente
separó las hojas sin mirar, siguiendo un ritual inventado por el azar para
aquella publicación. Lo hizo el primer día que lo tuvo entre las manos y la
maravilla encontrada le animó a seguir haciéndolo. Curiosamente siempre y cada
una de las veces encontraba un poema por su inicio. Ese detalle le había
llegado a maravillar, ella y aquellos “50 desvaríos ocasionales” poseían un
pacto tácito que ambas partes respetaban y consumaban, convirtiendo el ritual
en un juego excitante y divertido.
Ante
sus ojos apareció el poema XLIV.
Una sonrisa de complicidad
se dibujó en su cara, era como que el libro supiese cuál era el texto que
necesitara en cada momento.
"Una nube oscurece el perfil de tu esencia
llega turbia con la noche
tu sol escapa en la tormenta
fría intensa tu sonrisa tiesa.
Nube entristecida y sola
negra como las fauces de un tigre
ríe como las hienas.
Cree que ha vencido al frío
piensa que ya no regresas.
No hay furia en esta noche
sólo una infinita espera".
Cerrando el libro quedó un buen rato pensativa,
inmersa en su mundo interior, desligándose de la realidad por completo,
sucumbiendo entre las brumas de su oscura nube. El cigarrillo que tenía entre
los dedos se consumió por completo sin que ella se diese cuenta. La ceniza cayó
al suelo originando una notable estridencia que le hizo volver de su trance. Le
había parecido que el vaso de café se había hecho añicos, sin embargo ahí
estaba sobre la mesa, tan tranquilo. Se apresuró a apagar la colilla que
comenzaba a chamuscarle los dedos mientras se miraba la ceniza del suelo.
"¿Cómo es
posible que haya hecho tanto ruido?".
Creyó que algo en la calle, cuatro pisos más abajo,
había tenido que producir ese sonido atronador, su subconsciente habría
relacionado el sonido exterior con la ceniza y el cigarrillo que la comenzaba a
quemar, seguro. Se asomó, pero la calle estaba en total calma. Sin entender
nada se encendió otro pitillo y se fue para la cocina a ponerse más café.
Estaba claro que aún estaba dormida.
Al regresar a la terraza la ceniza no estaba en donde
la había dejado, echó una mirada y la vio reptando como un gusano en dirección
al murete separador que delimitaba la frontera entre la terraza y la de su
vecino. No daba crédito a sus ojos, no podía hacerlo. Pero aquella reptante
ceniza siguió su camino perdiéndose por el agujero de desagüe entre ambos
balcones. Corrió hasta allí y agachándose hasta tocar con la mejilla en el
suelo miró por el sumidero, al otro lado no vio nada más que la pata de una
silla de plástico y una pequeña pelota roja. La visión que ofrecía el agujerito
era claramente insuficiente así que arrimando la mesa contra el murete se izó
sobre éste para tener una mejor perspectiva de la terraza contigua.
Allí estaba la infame ceniza/gusano que continuaba su
sinuoso reptar. Los vecinos de al lado, una pareja francesa con un niño de unos
seis años estaban desayunando. La mujer observaba entre bocado y bocado a una
tostada con mermelada a través de unos binoculares, posiblemente en dirección a
los petroleros que se acercaban por el horizonte. El marido leía
despreocupadamente un ejemplar de "L'indépendant",
dándole pequeños sorbos a una taza sin apartar su atención del rotativo, mientras
el niño enredaba con unos gajos de naranja que tenía dispuestos sobre la mesa a
modo de navíos enfrentados en singular batalla. La ceniza comenzó a subir por
la pata de la mesa y ante su estupor terminó por introducirse en el bote de
mermelada de fresa. Eva María no supo qué hacer, quiso advertirles, gritar algo
pero permaneció callada. ¿Cómo decirles lo que acababa de pasar sin que la
tomaran por loca?.
Bajó de la mesa y entrando en la vivienda se dejó caer
en el sofá, anonadada por aquél suceso, intentando buscar una respuesta a lo
que sabía escapaba a cualquier lógica. Tardó unos quince minutos en reaccionar
hasta que decidió irse a dar un relajante paseo y luego pasar la mañana tirada
en la playa hasta la hora de comer.
El cíclico sonido del romper de las olas contra la
orilla resultaba algo hipnótico para sus sentidos, mantenía los ojos cerrados y
plantándole cara al sol del mediodía se dejaba azotar por su inclemente calor
recibiendo toda la vida que los elementos le regalaban. Consiguiendo a duras
penas sentirse bien consigo misma, relajada y en comunión con el entorno. Podía
estarse así durante horas, de hecho esa mañana para ser el primer día llevaba
demasiado tiempo expuesta al astro rey y la cabeza comenzaba a dolerle. Dándose
la vuelta le dio la espalda al sol, pero no al mar. Se encasquetó el gorro
fucsia de amplias alas, bebió un buen trago de agua de la botella que guardaba
en la sombra de la bolsa y echó mano al libro, a su libro. A aquél cómplice compañero
que tan bien entendía a su corazón, pensando en cuál sería el regalo en forma
de poema que le depararía su amigo para aquella tranquila mañana.
Abrió el libro con el cuidado de quién acaricia el
rostro de un niño y ante ella apareció el poema XXII.
"Arrojo paladas de arena a los ojos de tus
fieras.
Sumerjo mi mundo en la bruma oculta de la
espuma perfecta de este mar que te aferra.
Echo de menos tu agua bañando mis humildes orillas
agotada la fuente de tus besos
un día es un abismo entre tus corrientes marinas.
El mar seca y destruye mis playas
acantilados desnudos que no dejan recostarme en tu aura.
La arena entierra mis recuerdos
son falsos momentos de felicidad en mi cuerpo.
El mar me arranca violento de tu centro.
Echo de menos tu cielo
hundido en los rincones perdidos del tormento
el fuego eterno de unos besos asola
mi firmamento".
"La arena entierra mis recuerdos", repitió para sí.
Ojala fuera verdad, ojala aquella perturbadora imagen
de la mañana abandonase su mente, pero por más que intentara desviar la
atención o distraer la cabeza la inquietante escena de la ceniza/gusano atormentaba
su ánimo. Incluso llegó a preguntarse si al consumirla mezclada con la
mermelada aquellos franceses iban a sufrir algún daño. Se dijo que aquello eran
bobadas, que esas cosas no pasaban en el año 2013, para luego desdecirse
pensando en que tampoco era algo habitual que la ceniza cobrase "vida" para irse de paseo a su
antojo. Confundida se quedó mirando la línea difusa de un horizonte en donde se
hacía imposible discernir cuando el cielo empezaba y cuando acababa el mar. Se
sintió sola y perdida ante aquella inmensidad de agua marina.
"Echo de
menos tu cielo".
Necesitaba a su madre junto a ella, el calor de sus
sabios consejos, la arrugada y firme mano de aquella mujer que siempre con una
caricia le había guiado por la senda de la razón, de la verdad, de la cordura.
Quería darse un baño, el último antes de abandonar la
playa por hoy, pero sentía una inseguridad creciente dentro de su alma, llevaba
un rato muerta de calor y no se atrevía a ese último baño, como si postergando
el momento también retrasara la hora de volver al apartamento. No dejaba de
repetirse que se estaba comportando como una tonta, que no pasaba nada, Que
todo aquello tenía que ser una alucinación, una broma de mal gusto jugada por una
mente atormentada y muy cansada tras el fallecimiento de su madre, por la
asfixiante situación laboral y por la reciente ruptura con su pareja. O quizá fue por el cambio de aguas o aquellas
magdalenas revenidas de la caja metálica de encima de la nevera.
Estaba de vacaciones y el cielo sabía que bien
merecidas, no estaba dispuesta a dejarse llevar ni un minuto más por aquellas
paranoias estúpidas. Así que se levantó y corrió al agua, la sintió helada en
los pies pero le dio lo mismo, necesitaba limpiar toda aquella basura de su
mente y se arrojó de cabeza sumergiéndose medio metro y saliendo a la
superficie con una sonrisa en la mirada. Nadó unos metros gozando del líquido
entorno alejándose al interior, pero no mucho. La bandera ese día estaba izada
y su color rojo indicaba que el mar traía fuertes corrientes bajo sus aguas.
Por un instante le pareció notar como una fría corriente
submarina quería llevársela al fondo, pero ella estaba en plena forma y dando
unas brazadas se apartó de su maléfico curso. Chapoteó alegre de su victoria
cuando a unos sesenta metros de su posición le pareció ver algo agarrándose en
la boya cónica que delimitaba la zona de baño con la de paso de embarcaciones
de recreo a motor. Quedó quieta para fijar la mirada. Era un perro, parecía la
cabeza de un perro que pujaba por mantenerse a flote, uno de esos de caza con
grandes orejas marrones. Le dio un vuelco al corazón. Echó una mirada a la
playa que permanecía desierta salvo por un grupo de ancianos que estaban
demasiado alejados, en la torreta del vigía no había nadie, no se lo pensó más
y dirigió su nado hacia el apurado animal.
"Pobrecito,
debe estar muy asustado", pensó
mientras aceleraba la cadencia de sus brazadas.
Le debían faltar como diez metros para alcanzar la
boya cuando el animal posiblemente exhausto desapareció bajo las aguas, Eva
María quedó por unos segundos flotando sin saber cómo reaccionar mientras los
ojos se le llenaban de lágrimas. Se sumergió y comenzó a bucear en la dirección
por donde había desaparecido el perro mientras en su mente se repetía una y
otra vez.
"Vamos,
tú puedes Eva, tú puedes Eva".
Lo primero que alcanzó a ver en la semioscuridad fue
la cordada del anclaje de la boya.
"Bien",
se dijo. "Te encontré".
Sintió cómo le empezaban a fallar los pulmones y tuvo
que subir a coger aire, lo hizo y volvió a bajar en pos del can con la exigua
esperanza de hallarlo con vida. A cada brazada la oscuridad que la rodeaba era
mayor, los ojos le escocían, los pulmones se le quejaban, los músculos se
agarrotaban por el frío que traían aquellas corrientes submarinas. Pero ella
sabía que no podía volver a subir a por aire, no si quería sacar de allí al
perrito. Dos metros más abajo vio la sombra del animal que caía suavemente
hacía las profundidades, apresuró el buceo a sabiendas de que se la estaba
jugando. Al límite de su aguante alcanzó el bulto, pero aquello no era un
perro. No daba crédito y tampoco disponía del tiempo necesario para pensar.
Aquello era un saco anudado de áspera tela. Creyó que igual el perro estaba
dentro, ya que apenas pudo ver más que la cabeza junto a la boya, "¿pero cómo?", "si estaba cerrado", no podía irse
sin comprobarlo. Lo abrió con el penúltimo resquicio de aire que albergaba en
sus pulmones y lo que halló dentro hizo que lo soltara, hizo que su rostro se
descompusiese de horror, hizo que sus pulmones expulsaran el último halo de
aire que guardaban, hizo que la oscuridad invadiese su mente.
Diez gatos sin cabeza comenzaron a flotar hacia la
superficie liberados de la prisión del saco pasando por delante de sus narices,
de unas narices que ya no expulsaban graciosas burbujitas de aire, braceó
mientras notaba como el agua invadía el interior de su cuerpo mientras la
invisible fuerza de una fría corriente submarina la empujaba a la oscura
profundidad. Miró para comprobar con pavor que no era una corriente lo que la
arrastraba al abismo, era una sombra viscosa y helada que la miraba con ojos de
fuego. Le pareció la sombra de la muerte.
"Cerraré
los ojos".
"Los
cerraré. Contaré hasta diez y el
demonio desaparecerá".
El silencio y la oscuridad eran totales, sentía una
suave brisa acariciando su piel desnuda, la paz era total, la sentía desde su
interior, todo estaba en orden. Escuchó el tintineo de un tenedor batiendo
huevos en un plato y un familiar olor a torreznos llegó hasta ella.
"Mamá",
se dijo.
Eva María abrió los ojos, su bikini de rayas había
desaparecido, se encontró completamente desnuda tumbada sobre el sofá del salón
del apartamento, era de noche y la única luz que iluminaba la estancia era la
de la cocina. Unos sincopados pasitos llamaron su atención. Al girar la cabeza
vio como una gallina con cabeza de perro se acercaba hasta ella. La gallina con
cabeza de perro comenzó a lamerle la mano con cariño.
"Dos",
dijo ella con alegría y rodeando la cabecita con ambos brazos le dio un sonoro
besote en toda la frente. Era el perrito que tuvo de niña.
El perro/gallina la miró con nostalgia mientras decía.
"Te he
echado mucho de menos".
Eva María palmeó su cabeza. "Yo a ti también pequeño".
Se levantó y se dirigió a la cocina seguida muy de
cerca por Dos que meneaba su cola de gallina como un loco. Abrió la puerta de
cristal opaco y allí estaba ella, los ojos se le llenaron de lágrimas de pura
emoción, no podía dar ni un paso de lo sobrecogida que estaba.
"Mamá...",
comenzó a decir entre lloros.
"Mamá...te quiero tanto".
La madre le miró con un reproche en el gesto, dejó la
fuente donde batía los huevos sobre la encimera, apartó la sartén del fuego,
secó sus firmes y arrugadas manos en el delantal.
"Hija mía",
dijo dirigiéndose hacia ella.
La rodeó muy fuerte con sus viejos brazos, ambas se
abrazaron y comenzaron a llorar mientras Dos, el perro/gallina, daba vueltas
alrededor de las dos mujeres ladrando de felicidad.
"Eva María
hija mía. ¿Cómo has tardado tanto?",
dijo la madre tras besar su frente.
"Lo siento
madre...yo...".
"Anda ve a
ponerte algo encima no vayas a coger frío criatura".
La muchacha se dirigió al dormitorio y mientras se ponía
una bata de ir por casa reparó en que en su lado de la cama descansaba su libro
preferido. "50 Desvaríos ocasionales".
Sonrió complacida, ahora sí estaba todo en su sitio. Se sentó en el canto de la
cama, abrió el libro al azar, con la misma delicadeza con la que un pianista
acaricia las teclas mientras interpreta un nocturno de Chopin, el libro le
regaló el poema XXX.
De nuevo su cómplice amigo había encontrado los versos
precisos para apaciguar su consternado corazón.
"Ayúdame,
cielo
consígueme una
estrella
consígueme su
brillo
para iluminarme
el camino
y llegar hasta
su vera.
Consígueme,
cielo
la estela de un
cometa
para agarrarme
a su cola
y volar cerca
de ella.
Ayúdame, cielo
dame tu lluvia
dame tu viento
dame tu luna
para poder
arrimarme
y besarle el
cuello.
Si tú, cielo
fueras bueno
me darías todo
eso,
y no tus rayos
y tus truenos.
Sólo me diste,
cielo
tus tormentas y
tus fuegos".



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