 |
Un post de Catulopio |
Faltan cinco
minutos para las doce. Mis sobrinos observan absortos los fuegos artificiales como
si fuesen sueño y yo estoy lo suficientemente entonado como para no estar
disfrutando de ellos. Mi viejo me mira y me hace una seña para que ayude a mi
mamá con los regalos. Pensé en quejarme, para que vayan mis otros hermanos,
pero a él nunca se le puede decir que no.
Entro en silencio,
para que los nenes no se den cuenta. Mi vieja está arrastrando varias bolsas,
todas con su respectivo nombre y moñito; no me contengo: busco mis regalos, revuelvo,
pero no encuentro ninguno: tres para mi hermana, dos para mi hermano, para los
peques hay infinidad de formas y tamaños, hasta mi viejo tiene su regalo, pero
yo no. Algo dentro de mí se rompe, puedo sentir como todas mis partes laten en
un dolor lo suficientemente fuerte como para alejarme de mi vieja, así no se da
cuenta. Justo, entran todos y yo salgo al fondo.
En el centro del
patio está la higuera, iluminada por los destellos del cielo. Me acerco sin pensar,
estoy asustado. Mi abuelo me contaba que si el veinticuatro a las doce estás
debajo de una higuera aparece el diablo y te concede un deseo. Sigo caminando,
pero el miedo se transforma en incertidumbre. ¿Y si me lo cumple?, pienso. El
costo es que te hace daño, recordé.
Estoy tan cerca que
puedo ver una pequeña luz rojiza que, en un parpadeo, florece. Los pétalos
paren lenguas que lamen el aire, tratando de encontrar la fuente de donde
nacieron. Me apuntan.
Siento que a mis
espaldas hay alguien, no me animo a darme vuelta.
—Podés pedir lo que
quieras.
—Pero me vas a
hacer daño.
—Es mentira. —Su
tono es siempre el mismo.
—Pero…
—Pedilo —ordenó.
—Me gustaría no
vivir más acá.
—Hecho.
Siento como su dedo
acaricia mi hombro y todo aquello que está roto dentro de mí se arma, como si
no me pesara más nada. Miro a mis pies, pero no los tengo. Puedo verme, parado
debajo de la flor que en este mismo momento se marchitó. La gravedad no me
afecta y cada vez estoy más lejos del piso. Hago fuerza para frenarme. Mi papá
sale al patio, le grito, pero no puedo escuchar mi voz. Toda mi familia sale a
ver que me pasa y ahí me enfoco en la higuera y en el cuerpo.
Detrás de mí no hay
un diablo o un monstruo, solo una luz tan blanca que puede cegar hasta al
mismísimo Dios, pero eso no puede ser, porque Él mismo no se haría daño.