jueves, 2 de febrero de 2017

Sabine - Parte 2 de 2

Un post de Balasero





















Desde el fatídico día en que llegó a saber que tras seis meses en coma perdió al niño que aquellos hijos de puta germinaron en sus entrañas.
Desde que fue consciente de todo aquello, perdió el contacto con la realidad, y paseó por el páramo de la locura intentando hallar un claro en el gris cielo, sumida en la apatía, sin atisbar la salida donde se hallaba su razón.
Caída en una desesperación sin nombre, regresaba hasta aquel hueco de tierra mojada cada vez que en la estantería de su memoria asomaban aquellos difusos recuerdos. Y allí, enraizada en aquel mugriento orificio, permanecía durante días enteros. Hasta que tras meses de tratamiento y ayuda sicológica, comenzó a percibir que en algún secreto rinconcito latía una menguada burbuja de paz. La buscó con ansia infinita, tras cada recodo, bajo la polvorienta capa de apatía en que se convirtió su existencia.

«Me consume haberte tenido y no tenerte. Me mata sentir que te encuentras tan cerca, con mi sol robado entre tus manos».
«La cama es mi blanca barcaza fúnebre, donde cada día muero y viajo hasta ese páramo, donde la inocente criatura sin rostro ni nombre me aguarda sonriendo, exhibiendo abiertamente un corazón marchito y reseco entre las negras palmas».
Aquella criaturita tan próxima, tan sola; tan lejana, y tan suya que cuando la mira desde su interior la ve difuminada por las sombras de la duda, por las lágrimas de amor que sangran en su alma, ese alma hecha jirones de dolor.
Ante la inhumana injusticia cometida con esa vida, que nunca llegó a serlo, se llena de amor sincero que duele y crece como una agónico cáncer, sin remisión.
Año y medio después fue dada de alta en el siquiátrico penitenciario donde terminó internada tras el juicio por la muerte de Rolf Schmitz. No se la pudo responsabilizar directamente de lo sucedido, aunque había pruebas suficientes para situarla en aquel maldito aparcamiento. Su primo, Dieter Johansen, nunca abrió la boca; fue condenado por robo con fuerza y homicidio en grado de tentativa. El turco movió sus influencias para librarse de la cárcel, inculpando a un miembro de su organización, previamente gratificado con la promesa de que su familia seria debidamente atendida, y con un plus de medio millón de euros tras cumplir la condena.
Del secuestro y violación de la menor Sabine Lüders nunca se hallaron pruebas concluyentes que condujeran a ninguna detención. Tras las exhaustas investigaciones y registros llevados a cavo en el entorno de Yusuf Murat y de Hüseyin Osman únicamente se consiguió desmantelar la red de distribución del primero, aunque de nuevo Yusuf Murat logró eludir a la justicia gracias a la corrupción jurídica, a los numerosos errores cometidos durante el desarrollo de las pesquisas policiales, y a la contratación de renombrados y mediáticos letrados con pocos escrúpulos y carteras hambrientas. El jefe de la organización que distribuía la heroína de Hüseyin Osman fue exiliado de Berlín por el consejo de ancianos bajo pena de muerte. Yusuf se afincó en Munich, donde comenzó la construcción de otra red de narcotráfico.
 El veinticuatro de diciembre de 2002 Yusuf Murat apareció degollado y con el pene mutilado en un anónimo burdel al norte de la capital Bávara. El rumor en la calle hablaba de una misteriosa mujer pelirroja que nunca antes, ni después, volvió a ser vista por el clandestino lupanar. Las autoridades policiales no movieron ni un dedo por resolver el caso, quedando las diligencias archivadas en ese oscuro rincón donde nunca se encuentra la llave.
Aquellos que la llegaron a conocer nunca más supieron del paradero o de la suerte que llegó a correr la joven Sabine Lüders.

*****

Distrito de Lerchenau West. Munich. Alemania. 23/12/2002. Sábado.11:45 pm.

«¿Estás segura de que ésta es la mejor manera?».
 «No hay otra forma».
«Pero…». Hizo una pausa para pensar, la cabeza le iba a mil revoluciones por segundo, el vértigo de su mente, todo aquel ruido…
«¿Saldré de esta, estás segura?».
Nunca tuvo la certeza, pero Sabine siempre la idealizó como a algo femenino.
«Totalmente. ¿Acaso en estos dos años te he fallado alguna vez?».
El silencio que siguió al reproche oprimió la mente de la joven, la presión similar a dos yunques en las sienes, la obligó a apoyarse en un viejo Wolkswagen familiar totalmente helado.
«Que yo sepa, has llegado hasta aquí, y sola nunca lo hubieras logrado. El rastro de este cerdo es complicado de seguir, hasta para mí».
«Sí, lo siento, perdona… nunca debería haber dudado de ti. Has sido mi única compañía desde que ocurrió todo aquello. Mi niño, sin ti jamás hubiese podido encontrar su camino».
«Su cuerpo, al igual que su vida, son tuyas. Pero recuerda que lo has de hacer. Su alma me pertenece».
«Lo sé».
Quedó inmóvil ante el edificio de nueve plantas, que siniestro, erguía su mole de cemento gris en medio de la imponente tormenta de nieve. Impávido, exánime, ajeno a la descarga invernal que parecía empeñada en doblegar su espíritu. Apenas cinco luces iluminaban la faz del edificio, pareciendo el rostro de un dios aletargado, una siniestra trampa para ratones, una invitación al desasosiego.
Sabine cerró los ojos y alzó la cara, ofreciéndola a la helada dádiva. Intentó dejar la mente en blanco, apartar todo aquel ruido de fondo, desatender los murmullos que se abrían paso entre las brumas del más allá, para concentrarse tan solo en la familiar voz de su «mecenas y amiga». Abrirse a ella, y dejarla penetrar hasta lo más sagrado de su ser. El tembleque de las piernas no solo era producido por el intenso frío, o por los escasos ropajes que la cubrían. La perspectiva de entregar lo más sagrado de sí misma a un ente ajeno a su alma le aterrorizaba. Insegura de cuál sería el resultado de aquella intrusión, se dejó hacer, pues resultaba ser la única manera que conocía para lograr su fin. Al abrir los ojos ya no lo hizo como Sabine Lüders, sino como la mitad de Agneta Nadel, su despiadada Doppelgänger. Su doble fantasmagórico, la otra cara de su moneda.
La Bilocación estaba completada, Sabine quedó sentada en el suelo, ya no sentía frío, ni ansia, ni temor. Sin embargo, sentía la sedación  que otorgada el Doppelgänger al resto de su alma; aturdida y sin fuerzas se abandonó a la oscuridad que le abrazaba. Mientras, desde la caliginosa película que cubría su mirada, observaba a su perfecta doble alejarse entre la tormenta, pudo volver a escuchar aquella familiar voz que había estado con ella desde que fue ingresada en el siquiátrico penitenciario.
«Ahora querida mía, podrás disfrutar de mi punto de vista».
Las escasas farolas circundantes en aquel apartado barrio muniqués apenas lograban atravesar la cortina blanca derramada desde el cielo. Los dos matones que  se refugiaban bajo la marquesina de la puerta principal de acceso, bailaban la danza del frío, junto a un oxidado bidón que apenas conseguía mantener unas pocas ascuas encendidas. Demasiado ocupados en mantener el calor corporal, no habían recalado en la presencia de la flaca pelirroja del otro lado de la calle. Ese fue su primer error.
El segundo fue dar por sentado que la frágil y desvalida chica con aspecto de yonki que se les acercaba por la explanada del parquin iba a ser quien les quitara el frío del cuerpo. Con una mirada ambos hombres reafirmaron su insana intención. Ella, por su parte, exageró el tembleque a medida que caminaba con erráticos pasos, comenzando así la criminal parodia. La Doppelgänger se detuvo a escasos cincuenta metros de los tipos, que la animaban a continuar con desmedidos gestos.
—¡Vamos, un poco más! —gritó el más barbudo.
—¡Ánimo, guapa! —rió el más alto.        
Los marcados acentos de los hombres le revolvieron las tripas. Se detuvo, y antes de dar el siguiente paso pudo ver en sus almas el oscuro destino que le reservaban. La mera imagen de aquellas bestias copulando sobre el cuerpo de Sabine, otrora el suyo, le hizo vomitar. Bilis y grumos blancos, humeantes, densos, cayendo y derritiendo la nieve bajo sus delicados pies. Doblada sobre su abdomen observó a los desgraciados porteros sin levantar la cabeza, les vio acercarse, hablaban entre ellos en algún dialecto árabe. Grotesco y sucio. Vomitó de nuevo. La Doppelgänger, sintió en ese alma prestada, todo el horror de los abusos sufridos por aquella que la engalanó con la piel y los huesos que ahora vestía.
Aparentando un vahído cayó desmayada, lánguida, a cámara muy lenta, sobre el helado piso. Los hombres desvirgaron la noche con sus estridentes risas, convencidos de su captura, lo iban a pasar genial, iba a ser sucio, duro y sin piedad. La Doppelgänger aguantó los escasos segundos que su instinto le permitió, antes de que la nieve comenzase a hervir bajo su cuerpo. La Ira había llegado.
El viento y la tormenta golpeaban con fuerza contra la ventana del séptimo piso, cuando Yusuf Murat volcaba una medida de whisky en la abierta y dilatada vagina, para comenzar a beber de su interior. La zorra reía afónica y ronca por la forzada postura que la obligaba a mantener el peso y el equilibrio del cuerpo sobre su cuello. Roja por el encane y con los sentidos embotados por la cocaína, aquello que le estaba haciendo su jefe le parecía de lo más gracioso. Yasmine, la otra furcia, se afanaba en sacar brillo al sable turco con rápidos lametones. Rashid, el guardaespaldas, se sentó en la butaca junto a la puerta, aburrido de las veces que había contemplado escenas similares, y demasiado fumado de crack como para sentir la más mínima excitación sexual. En teoría, su labor consistía en vigilar la entrada, pero su dilatada experiencia de más de quince años como escolta de capos de la droga, le decía que en noches como aquella nunca ocurría nada, nada que su jefe no quisiera que ocurriese. En esas, aflojó la cincha de su cintura, desenfundó el arma del costado para apoyarla con cuidado en el regazo, y se reclinó hacia atrás, dejándose llevar por la nube carmesí que flotaba dentro de su cabeza. Imaginó la nube brotando por sus orejas y en elegantes hilos carmesíes rodear su testa en una suerte de borrasca de placer. No como la mierda de tormenta alemana que golpeaba tras aquellos cristales. Echó de menos su Turquía, su pueblo, y a su dulce hermana.
––¡Alá me bendiga! ––Alcanzó a mascullar el barbudo turco, al detenerse junto a la menuda chica tumbada en el suelo.
No alcanzaba a comprender cómo se había derretido la nieve bajo el cuerpo de aquella zorra, ni como un círculo de bullente magma blanco la rodeaba. Y no sólo era eso lo extraño, sino que todo cuanto caía del cielo parecía evaporarse a medio metro de su ser.
«Y está nevando con ganas», pensó el más alto.
Ambos cruzaron sus incrédulas miradas, sin saber qué hacer. El más barbudo se encogió de hombros, el alto la volvió a mirar. Una parte de él deseaba correr. La otra, la animal y masculina, quería follar y hacer sufrir todo lo posible a aquella putita blanca. La Doppelgänger les «veía» dudar, estaban tardando demasiado y La Ira pugnaba por liberarse. Agneta ardía, y el cuerpo de Sabine sudaba copiosamente. Si tardaban un poco más, acabaría consumiéndose en su propio fuego. La Ira cobraría su presa, y la cobraría en su mismo cuerpo. Decidió moverse, jugar una última carta, darles la motivación necesaria. Ella no podía atacar, no sin antes ser agredida, o ver manifestada una intención clara de ello. Esa era la Ley, la puta Ley Eterna.
Entreabriendo los ojos, la Doppelgänger suspiró, y en un calculado y en apariencia casual movimiento, separó ambas piernas, mostrando la impudicia de unas braguitas blancas, casi transparentes por la humedad del sudor que la invadía.
—Katherina eviscerada. ––dijo el más alto con una estúpida sonrisa en su turco rostro.
––Katherina eviscerada. ––replicó el más barbudo en su tosco alemán, agachándose para recoger a la chica del suelo.
«Katherina eviscerada», la frase le asaltó, rechinando como un mal lubricado engranaje por la aturdida consciencia de Rashid. Abrió los ojos alarmado. En la penumbra de la habitación de aquel burdel de mala muerte, el jefe cabalgada sobre la puta del whisky, mientras esta hundía su cara en la entrepierna de la otra zorra. «¿Acaso no iban a terminar en toda la noche?», se dijo. Algo estaba mal, alguna jodida cosa no encajaba. No sabía qué era, y la incertidumbre le puso aún más nervioso. «¿Por qué resonaba en su interior aquella maldita consigna que Yusuf largó al terminar de darle su merecido a la putita blanca de Berlín?».
La comunión entre etéreo y material, la conjunción del deseo y el destino, el éxtasis sublime de calmar el atávico ímpetu, eclosionaron en una vorágine de fuegos de artificio, en el mismo instante en que las vísceras de uno de los hombres inundaron el rostro muerto de su compañero. Agneta sonreía ampliamente, satisfecha, exultante. Sabine, acurrucada en un portal al otro lado de la calle, lloraba sin consuelo. Las sensaciones, el horror, la agonía de aquellos hombres habían viajado hasta su interior. Lo que alimentaba a la Doppelgänger era precisamente eso, la angustia y la violencia ejercida sobre sus víctimas. Y aquello no era bueno, lo sintió en su alma, la desgarró. En ese preciso momento fue consciente, supo del error que había cometido.
El inhiesto sable turco de Yusuf alternaba de boca a boca en una sucesión de lenguas, labios y espesas salivas que las dos rameras regalaban con gusto, cuando algo más fuerte que la tormenta golpeó el exterior de la ventana. El jefe apartó a una de un manotazo, y tumbando a la otra se sentó sobre su cara para contemplar atónito lo que nadie en su sano juicio podría dar por cierto.
––Rashid, ¿estás viendo lo mismo que yo?.
El sicario recuperó la verticalidad, y movido por puro instinto empuñó el arma contra la ventana.
––Jefe, es una… es una…
Una cabeza barbuda de cuya boca colgaban entrañas e intestinos golpeaba sin cesar por la cara expuesta de la helada cristalera, parecía zarandeada a capricho del temporal, como el resto de un naufragio golpeando contra las rocas de la costa a merced del oleaje. Rashid, acostumbrado a situaciones extremas, fue el primero en advertir que allí afuera había algo más, una etérea figura, oculta tras el manto de nieve que azotaba la noche.
––Jefe, ¿lo ve?.
Unos ojos brillaron en la oscuridad, y tras el destello, la cabeza sin cuerpo atravesó el vidrio. «Hammed, el de la puerta», pensó Rashid, y sin pensar más disparó cinco veces. La cercenada testa reventó como un melón a la tercera y cuarta bala, las otras tres se encajaron en una lamparita de noche, y en el cuello de Yasmine.
––¡Detrás de mí, jefe! ––gritó el sicario. La nube escarlata, Turquía, y su dulce hermana habían desaparecido.
La Doppelgänger penetró en la habitación movida por el viento, majestuosa y eterna. Flotaba sobre el cadáver de la infortunada zorra, mientras la puta del whisky se acurrucaba tras ella en un rincón, intentando hacerse pequeña, desaparecer.
––Hola hurón ––saludó la recién llegada––. ¿Me recuerdas? Vamos a jugar. Ésta, es una noche de evocación…
Abajo, en la tormenta, Sabine lanzó un grito de terror.

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