![]() |
Un post de Balasero |
Desde el fatídico día en que llegó a saber que tras seis meses en coma
perdió al niño que aquellos hijos de puta germinaron en sus entrañas.
Desde que fue consciente de todo aquello, perdió el contacto con la
realidad, y paseó por el páramo de la locura intentando hallar un claro en el
gris cielo, sumida en la apatía, sin atisbar la salida donde se hallaba su
razón.
Caída en una desesperación sin nombre, regresaba hasta aquel hueco de
tierra mojada cada vez que en la estantería de su memoria asomaban aquellos
difusos recuerdos. Y allí, enraizada en aquel mugriento orificio, permanecía
durante días enteros. Hasta que tras meses de tratamiento y ayuda sicológica,
comenzó a percibir que en algún secreto rinconcito latía una menguada burbuja
de paz. La buscó con ansia infinita, tras cada recodo, bajo la polvorienta capa
de apatía en que se convirtió su existencia.
«Me consume haberte tenido y no tenerte. Me mata sentir que te
encuentras tan cerca, con mi sol robado entre tus manos».
«La cama es mi blanca barcaza fúnebre, donde cada
día muero y viajo hasta ese páramo, donde la inocente criatura sin rostro ni
nombre me aguarda sonriendo, exhibiendo abiertamente un corazón marchito y
reseco entre las negras palmas».
Aquella criaturita tan próxima, tan sola; tan lejana, y tan suya que cuando la mira desde su interior la ve difuminada
por las sombras de la duda, por las lágrimas de amor que sangran en su alma, ese alma hecha jirones de dolor.
Ante la inhumana injusticia cometida con esa vida,
que nunca llegó a serlo, se llena de amor sincero que duele y crece como una agónico cáncer, sin remisión.
Año y
medio después fue dada de alta en el siquiátrico penitenciario donde terminó
internada tras el juicio por la muerte de Rolf Schmitz. No se la pudo
responsabilizar directamente de lo sucedido, aunque había pruebas suficientes
para situarla en aquel maldito aparcamiento. Su primo, Dieter Johansen, nunca
abrió la boca; fue condenado por robo con fuerza y homicidio en grado de
tentativa. El turco movió sus influencias para librarse de la cárcel,
inculpando a un miembro de su organización, previamente gratificado con la
promesa de que su familia seria debidamente atendida, y con un plus de medio
millón de euros tras cumplir la condena.
Del
secuestro y violación de la menor Sabine Lüders nunca se hallaron pruebas
concluyentes que condujeran a ninguna detención. Tras las exhaustas
investigaciones y registros llevados a cavo en el entorno de Yusuf Murat y de
Hüseyin Osman únicamente se consiguió desmantelar la red de distribución del
primero, aunque de nuevo Yusuf Murat logró eludir a la justicia gracias a la
corrupción jurídica, a los numerosos errores cometidos durante el desarrollo de
las pesquisas policiales, y a la contratación de renombrados y mediáticos
letrados con pocos escrúpulos y carteras hambrientas. El jefe de la organización
que distribuía la heroína de Hüseyin Osman fue exiliado de Berlín por el
consejo de ancianos bajo pena de muerte. Yusuf se afincó en Munich, donde
comenzó la construcción de otra red de narcotráfico.
El veinticuatro de diciembre de 2002 Yusuf Murat
apareció degollado y con el pene mutilado en un anónimo burdel al norte de la
capital Bávara. El rumor en la calle hablaba de una misteriosa mujer pelirroja
que nunca antes, ni después, volvió a ser vista por el clandestino lupanar. Las
autoridades policiales no movieron ni un dedo por resolver el caso, quedando
las diligencias archivadas en ese oscuro rincón donde nunca se encuentra la
llave.
Aquellos
que la llegaron a conocer nunca más supieron del paradero o de la suerte que
llegó a correr la joven Sabine Lüders.
*****
Distrito de Lerchenau West.
Munich. Alemania. 23/12/2002. Sábado.11:45 pm.
«¿Estás
segura de que ésta es la mejor manera?».
«No hay
otra forma».
«Pero…».
Hizo una pausa para pensar, la cabeza le iba a mil revoluciones por segundo, el
vértigo de su mente, todo aquel ruido…
«¿Saldré
de esta, estás segura?».
Nunca tuvo
la certeza, pero Sabine siempre la idealizó como a algo femenino.
«Totalmente. ¿Acaso en estos dos años te he fallado alguna vez?».
El
silencio que siguió al reproche oprimió la mente de la joven, la presión
similar a dos yunques en las sienes, la obligó a apoyarse en un viejo Wolkswagen
familiar totalmente helado.
«Que yo sepa, has llegado hasta aquí, y
sola nunca lo hubieras logrado. El
rastro de este cerdo es complicado de seguir, hasta para mí».
«Sí, lo
siento, perdona… nunca debería haber dudado de ti. Has sido mi única compañía
desde que ocurrió todo aquello. Mi niño, sin ti jamás hubiese podido encontrar
su camino».
«Su cuerpo, al igual que su vida, son tuyas.
Pero recuerda que lo has de hacer. Su alma me pertenece».
«Lo sé».
Quedó
inmóvil ante el edificio de nueve plantas, que siniestro, erguía su mole de
cemento gris en medio de la imponente tormenta de nieve. Impávido, exánime,
ajeno a la descarga invernal que parecía empeñada en doblegar su espíritu.
Apenas cinco luces iluminaban la faz del edificio, pareciendo el rostro de un
dios aletargado, una siniestra trampa para ratones, una invitación al
desasosiego.
Sabine
cerró los ojos y alzó la cara, ofreciéndola a la helada dádiva. Intentó dejar
la mente en blanco, apartar todo aquel ruido de fondo, desatender los murmullos
que se abrían paso entre las brumas del más allá, para concentrarse tan solo en
la familiar voz de su «mecenas y amiga». Abrirse a ella, y dejarla penetrar
hasta lo más sagrado de su ser. El tembleque de las piernas no solo era
producido por el intenso frío, o por los escasos ropajes que la cubrían. La
perspectiva de entregar lo más sagrado de sí misma a un ente ajeno a su alma le
aterrorizaba. Insegura de cuál sería el resultado de aquella intrusión, se dejó
hacer, pues resultaba ser la única manera que conocía para lograr su fin. Al
abrir los ojos ya no lo hizo como Sabine Lüders, sino como la mitad de Agneta
Nadel, su despiadada Doppelgänger. Su doble fantasmagórico, la otra cara de su
moneda.
La
Bilocación estaba completada, Sabine quedó sentada en el suelo, ya no sentía frío,
ni ansia, ni temor. Sin embargo, sentía la sedación que otorgada el Doppelgänger al resto de su
alma; aturdida y sin fuerzas se abandonó a la oscuridad que le abrazaba.
Mientras, desde la caliginosa película que cubría su mirada, observaba a su
perfecta doble alejarse entre la tormenta, pudo volver a escuchar aquella
familiar voz que había estado con ella desde que fue ingresada en el
siquiátrico penitenciario.
«Ahora querida mía, podrás disfrutar de mi punto de vista».
Las
escasas farolas circundantes en aquel apartado barrio muniqués apenas lograban
atravesar la cortina blanca derramada desde el cielo. Los dos matones que se refugiaban bajo la marquesina de la puerta
principal de acceso, bailaban la danza del frío, junto a un oxidado bidón que
apenas conseguía mantener unas pocas ascuas encendidas. Demasiado ocupados en
mantener el calor corporal, no habían recalado en la presencia de la flaca
pelirroja del otro lado de la calle. Ese fue su primer error.
El segundo
fue dar por sentado que la frágil y desvalida chica con aspecto de yonki que se les acercaba por la
explanada del parquin iba a ser quien les quitara el frío del cuerpo. Con una
mirada ambos hombres reafirmaron su insana intención. Ella, por su parte,
exageró el tembleque a medida que caminaba con erráticos pasos, comenzando así
la criminal parodia. La Doppelgänger se detuvo a escasos cincuenta metros de
los tipos, que la animaban a continuar con desmedidos gestos.
—¡Vamos,
un poco más! —gritó el más barbudo.
—¡Ánimo,
guapa! —rió el más alto.
Los
marcados acentos de los hombres le revolvieron las tripas. Se detuvo, y antes
de dar el siguiente paso pudo ver en sus almas el oscuro destino que le
reservaban. La mera imagen de aquellas bestias copulando sobre el cuerpo de
Sabine, otrora el suyo, le hizo vomitar. Bilis y grumos blancos, humeantes,
densos, cayendo y derritiendo la nieve bajo sus delicados pies. Doblada sobre
su abdomen observó a los desgraciados porteros sin levantar la cabeza, les vio
acercarse, hablaban entre ellos en algún dialecto árabe. Grotesco y sucio. Vomitó
de nuevo. La Doppelgänger, sintió en ese alma prestada, todo el horror de los
abusos sufridos por aquella que la engalanó con la piel y los huesos que ahora
vestía.
Aparentando
un vahído cayó desmayada, lánguida, a cámara muy lenta, sobre el helado piso. Los
hombres desvirgaron la noche con sus estridentes risas, convencidos de su
captura, lo iban a pasar genial, iba a ser sucio, duro y sin piedad. La
Doppelgänger aguantó los escasos segundos que su instinto le permitió, antes de
que la nieve comenzase a hervir bajo su cuerpo. La Ira había llegado.
El viento
y la tormenta golpeaban con fuerza contra la ventana del séptimo piso, cuando
Yusuf Murat volcaba una medida de whisky en la abierta y dilatada vagina, para
comenzar a beber de su interior. La zorra reía afónica y ronca por la forzada
postura que la obligaba a mantener el peso y el equilibrio del cuerpo sobre su
cuello. Roja por el encane y con los sentidos embotados por la cocaína, aquello
que le estaba haciendo su jefe le parecía de lo más gracioso. Yasmine, la otra
furcia, se afanaba en sacar brillo al sable turco con rápidos lametones.
Rashid, el guardaespaldas, se sentó en la butaca junto a la puerta, aburrido de
las veces que había contemplado escenas similares, y demasiado fumado de crack
como para sentir la más mínima excitación sexual. En teoría, su labor consistía
en vigilar la entrada, pero su dilatada experiencia de más de quince años como
escolta de capos de la droga, le decía que en noches como aquella nunca ocurría
nada, nada que su jefe no quisiera que ocurriese. En esas, aflojó la cincha de
su cintura, desenfundó el arma del costado para apoyarla con cuidado en el
regazo, y se reclinó hacia atrás, dejándose llevar por la nube carmesí que
flotaba dentro de su cabeza. Imaginó la nube brotando por sus orejas y en
elegantes hilos carmesíes rodear su testa en una suerte de borrasca de placer.
No como la mierda de tormenta alemana que golpeaba tras aquellos cristales.
Echó de menos su Turquía, su pueblo, y a su dulce hermana.
––¡Alá me
bendiga! ––Alcanzó a mascullar el barbudo turco, al detenerse junto a la menuda
chica tumbada en el suelo.
No
alcanzaba a comprender cómo se había derretido la nieve bajo el cuerpo de
aquella zorra, ni como un círculo de bullente magma blanco la rodeaba. Y no sólo
era eso lo extraño, sino que todo cuanto caía del cielo parecía evaporarse a
medio metro de su ser.
«Y está
nevando con ganas», pensó el más alto.
Ambos
cruzaron sus incrédulas miradas, sin saber qué hacer. El
más barbudo se encogió de hombros, el alto la volvió a mirar. Una parte de él
deseaba correr. La otra, la animal y masculina, quería follar y hacer sufrir
todo lo posible a aquella putita blanca. La Doppelgänger les «veía» dudar,
estaban tardando demasiado y La Ira pugnaba por liberarse. Agneta ardía, y el
cuerpo de Sabine sudaba copiosamente. Si tardaban un poco más, acabaría
consumiéndose en su propio fuego. La Ira cobraría su presa, y la cobraría en su
mismo cuerpo. Decidió moverse, jugar una última carta, darles la motivación
necesaria. Ella no podía atacar, no sin antes ser agredida, o ver manifestada una
intención clara de ello. Esa era la Ley, la puta Ley Eterna.
Entreabriendo
los ojos, la Doppelgänger suspiró, y en un calculado y en apariencia casual
movimiento, separó ambas piernas, mostrando la impudicia de unas braguitas
blancas, casi transparentes por la humedad del sudor que la invadía.
—Katherina
eviscerada. ––dijo el más alto con una estúpida sonrisa en su turco rostro.
––Katherina
eviscerada. ––replicó el más barbudo en su tosco alemán, agachándose para
recoger a la chica del suelo.
«Katherina
eviscerada», la frase le asaltó, rechinando como un mal lubricado engranaje por
la aturdida consciencia de Rashid. Abrió los ojos alarmado. En la penumbra de
la habitación de aquel burdel de mala muerte, el jefe cabalgada sobre la puta
del whisky, mientras esta hundía su cara en la entrepierna de la otra zorra.
«¿Acaso no iban a terminar en toda la noche?», se dijo. Algo estaba mal, alguna
jodida cosa no encajaba. No sabía qué era, y la incertidumbre le puso aún más
nervioso. «¿Por qué resonaba en su interior aquella maldita consigna que Yusuf
largó al terminar de darle su merecido a la putita blanca de Berlín?».
La
comunión entre etéreo y material, la conjunción del deseo y el destino, el
éxtasis sublime de calmar el atávico ímpetu, eclosionaron en una vorágine de
fuegos de artificio, en el mismo instante en que las vísceras de uno de los
hombres inundaron el rostro muerto de su compañero. Agneta sonreía ampliamente,
satisfecha, exultante. Sabine, acurrucada en un portal al otro lado de la
calle, lloraba sin consuelo. Las sensaciones, el horror, la agonía de aquellos
hombres habían viajado hasta su interior. Lo que alimentaba a la Doppelgänger era
precisamente eso, la angustia y la violencia ejercida sobre sus víctimas. Y
aquello no era bueno, lo sintió en su alma, la desgarró. En ese preciso momento
fue consciente, supo del error que había cometido.
El
inhiesto sable turco de Yusuf alternaba de boca a boca en una sucesión de
lenguas, labios y espesas salivas que las dos rameras regalaban con gusto,
cuando algo más fuerte que la tormenta golpeó el exterior de la ventana. El
jefe apartó a una de un manotazo, y tumbando a la otra se sentó sobre su cara
para contemplar atónito lo que nadie en su sano juicio podría dar por cierto.
––Rashid,
¿estás viendo lo mismo que yo?.
El sicario
recuperó la verticalidad, y movido por puro instinto empuñó el arma contra la
ventana.
––Jefe, es
una… es una…
Una cabeza
barbuda de cuya boca colgaban entrañas e intestinos golpeaba sin cesar por la
cara expuesta de la helada cristalera, parecía zarandeada a capricho del
temporal, como el resto de un naufragio golpeando contra las rocas de la costa a
merced del oleaje. Rashid, acostumbrado a situaciones extremas, fue el primero
en advertir que allí afuera había algo más, una etérea figura, oculta tras el
manto de nieve que azotaba la noche.
––Jefe,
¿lo ve?.
Unos ojos
brillaron en la oscuridad, y tras el destello, la cabeza sin cuerpo atravesó el
vidrio. «Hammed, el de la puerta», pensó Rashid, y sin pensar más disparó cinco
veces. La cercenada testa reventó como un melón a la tercera y cuarta bala, las
otras tres se encajaron en una lamparita de noche, y en el cuello de Yasmine.
––¡Detrás
de mí, jefe! ––gritó el sicario. La nube escarlata, Turquía, y su dulce hermana
habían desaparecido.
La
Doppelgänger penetró en la habitación movida por el viento, majestuosa y
eterna. Flotaba sobre el cadáver de la infortunada zorra, mientras la puta del
whisky se acurrucaba tras ella en un rincón, intentando hacerse pequeña,
desaparecer.
––Hola
hurón ––saludó la recién llegada––. ¿Me recuerdas? Vamos a jugar. Ésta, es una
noche de evocación…
Abajo, en
la tormenta, Sabine lanzó un grito de terror.
No hay comentarios:
Publicar un comentario