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Un post de Balasero |
El
adagio en G menor de Tomaso Albinoni era susurrado a bajo volumen
desde la mini cadena,
cuando Shushi terminó de cortar todas las uñas de sus pies y manos
en la semioscuridad del dormitorio. Uñas que dejó crecer durante
los últimos cinco meses, en los que su deseo y melancolía por Juan
crecieron
hasta límites rayanos en la insalubridad mental, terminando en un
bol de inoxidable que apartó con trémulas manos. Le hubiera gustado
depositar en el acerado recipiente tanta zozobra como cupiese;
volcar, vomitar, deshacerse de la angustia por ese amor no
correspondido, pero aquellas agraviantes fibras anidaban en cada
rincón de su interior. El adagio de Albinoni terminó, volviendo a
comenzar en un bucle interminable grabado por ella misma en una
casete de ciento veinte minutos, no obstante se trataba de la
conducción de Juan Remón ante la Orquesta Metropolitana. Ese altivo
profesor de música que nunca había recalado en su existencia por
mucho que ella se esforzara por hacerse notar; llegando incluso a
ocasionar simulados encuentros fortuitos en el metro o en la
cafetería, donde Juan solía repasar las notas o los exámenes del
día. Para él, ella no era nadie, si acaso una estudiante de violín
más y eso no podía seguir siendo así, porque de continuar, aquella
arrebatada obsesión terminaría en tragedia.
Su
corazón sangraba desde la oscuridad de una inquina contagiada por
los años de nulidad personal que cargaba con pesar. Lo sintió
herido de muerte, mientras extraía de un sobrecito transparente con
auto cierre un mechón de oscuro cabello, arrancado en uno de
aquellos ensayados tropiezos por los abarrotados pasillos de la
escuela de música. Cuando, y sin tocarlo con los dedos lo introdujo
en el bol, le vino a la memoria el día en que se hizo con aquél
"presente"; él, increpó duramente su torpeza, ella,
disculpó su falta de cuidado desplegando toda una serie de nerviosas
excusas, pero al fin tenía lo que había planeado obtener durante
meses de dudas e inseguridades. Una vez que armada del valor
necesario se dio cuenta de lo fácil que había resultado hacerlo, se
excitó tanto por el triunfo obtenido que tomó otra decisión, y
ésta fue la que a través de oscuros estudios e insólitas
adquisiciones la llevaron hasta esa misma noche.
Evocó
con un simulacro de sonrisa la escena que tuvo lugar en aquella misma
habitación. Cuando se masturbó apretando el perfumado y recién
adquirido trofeo capilar contra su nariz, impregnando los sentidos
del varonil aroma condensado en el segmento de cabello. Consiguió
encadenar una secuencia de orgasmos como jamás en la vida hubiese
imaginado que nadie pudiera disfrutar. Sus entrenados dedos bailaron
al son de una concreta fantasía sexual; ella estaba siendo poseída
por Juan en un lecho de suave terciopelo cubierto de aromáticos
pétalos de rosa, mientras eran observados por impasibles masas
informes que,
rodeando el santuario de su placer acariciaban sus heterogéneos
penes emitiendo un rumoroso arrullo de gemidos y suspiros, que
alcanzaron el máximo apogeo al eyacular profusamente sobre el
bruñido pavimento,
hasta
cubrirlo por completo con el ofrendado semen. Desde la blanquecina
materia y en secuencias a cámara lenta,
emergían
más figuras sin rostro que continuaban el ritual onanista,
en un eterno florecimiento que imitaba el ciclo de las cosas dentro
de su ensueño. La majestuosa presencia de su amante sobre ella,
le hacía sentirse tan diminuta como cuando de niña recibía las
íntimas visitas de su tío paterno. Pero a diferencia de entonces,
ahora disfrutaba del erecto calor que se introducía en lo más
reservado de su persona. Se retorcían al ritmo del espectral susurro
circundante entre dulces y acompasados gemidos.
Cuando
en su cuerpo el hormigueo previo a las pulsaciones orgásmicas
asomaba a sus sentidos, las informes presencias, como avisadas por su
propia voluntad, se congregaban en torno a su cabeza,
para
descargar sobre la cara la exquisita carga escrotal, colmando sus
cavidades faciales con tal frenesí que,
sin
tiempo para asimilar todo aquél regalo de lujuria,
la
llevaban hasta el límite de la asfixia enfatizando así el sublime
instante final del éxtasis.
Una
incipiente humedad en su interior la devolvió a la penumbrosa
estancia, lo cual hizo que dibujara un mohín de desagrado en su
consumido rostro. Aquella no era ocasión para dejarse llevar por
semejantes fantasías, al instante reprochó su propia frivolidad
ante un momento tan importante para el hermoso futuro que le esperaba
tras aquél trece de agosto. Trasladando el mechón a una vasija de
barro que ella misma moldeara días atrás,
dirigió los pasos al baño;
de la encimera junto al enorme espejo tomó unas pinzas depilatorias
y de un seco tirón arrancó un buen pedazo de ceja. Con un grave
gesto de dolor introdujo la ofrenda en la misma vasija. La frontal
luz alógena del lavabo le cautivó igual que un insecto es atraído
por una bombilla, desnuda frente a su duplicada imagen comenzó a
sollozar mientras un hilo de sangre se deslizaba desde la herida
sobre el ojo derecho,
hasta la comisura misma de los labios;
lo recibió con la punta de la lengua percibiendo el oxidado sabor al
tiempo que exploraba el pálido paisaje de aquella desabrigada
delgadez. La casi enfermiza falta de grasa la dotaba de un aspecto
cadavérico, las costillas destacaban bajo unos pechos diminutos y
caídos,
encuadrados entre las prominentes clavículas y aquellos famélicos
brazos, que antaño aparecían vigorosos y bronceados por la vida
sana del campo. Los ojos se hundían en umbrías oquedades que morían
en unos demacrados pómulos, avergonzados por su propio reflejo
bajaron hasta las enjutas caderas,
que sustentaban unas frágiles piernas de alambre y entre ellas su
vulva vaginal sobresalía abultada como si de una bufonesca sonrisa
se tratara.
Lloró
sin consuelo advirtiendo lo que aquella obsesión había hecho con
ella, preguntándose donde había quedado aquella hermosa muchacha
que traía locos a todos los chicos del instituto. Se veía víctima
de su propia enajenación, de aquel destructivo amor por Juan que la
había llevado hasta ese extremo; ya ni era capaz de recordar cuándo
fue la última vez que había comido en condiciones o cuándo
simplemente, había sonreído con verdadera naturalidad. Ya apenas
salía a la calle ni acudía a las clases de música, no respondía a
las llamadas de los amigos,
ni
siquiera cuando lo hacían desde el otro lado de la puerta. Pasaba
las horas en su habitación de la residencia de estudiantes tumbada
en la cama, desnuda, masturbándose una vez tras otra, en compulsivos
estallidos de salvaje y sucio deseo sexual,
que
irremediablemente culminaban en arranques de llanto y desolación.
Pero
todo aquello concluiría esa misma noche; disponía de todo lo
preciso, cada pequeño detalle, cada cosa en su sitio. Susana Pérez
terminaría con su maldición de una vez por todas y Juan Remón
sería suyo o no sería de nadie. Respirando profundamente por cinco
veces,
reprimió el acceso de llanto, lavó su triste rostro con abundante
agua y sin secarse siquiera,
retornó a la semioscuridad del dormitorio. Sentándose sobre la cama
se dispuso a repasar con minucioso celo cada pormenor del atávico
rito que estaba a punto de comenzar.
El
bol de acero con todas las uñas de sus dedos, la vasija con el
cabello del hombre amado junto a su pedazo de ceja, cuchara de boj,
mortero de cocina, el camping gas y las cerillas de madera, un puro
haitiano de hoja natural confeccionado para rituales mágicos, y
directamente importado desde la lejana isla, la foto de Juan al lado
del cuchillo mondador, una vela negra, los dos frascos con los
escorpiones norteafricanos de nueve centímetros, la urna de
metacrilato y los guantes de malla metálica. Consultó el reloj y
apagó la luz del baño que había dejado encendida,
en
un claro descuido que la llegó a irritar sobremanera,
ya que era esencial que el ambiente fuera el preciso, aún restaban
quince minutos para las dos de la madrugada, hora en la que todo
debería comenzar. Puso del revés los dos espejos del cuarto y la
televisión, corrió las cortinas para que ninguna imagen pudiera ser
reflejada y alejar de este modo las furtivas miradas del “otro
lado”.
La
alarma del despertador digital sobre la mesilla de noche sonó con
estridencia, dispersando el cándido estado de concentración en el
que había estado inmersa esos últimos momentos. La canceló de un
manotazo. Ya era la hora y aunque segura de sus intenciones, no pudo
evitar un acceso de nervios que intentó socavar con un crudo trago
de ginebra directo desde la botella a su gaznate, el licor le abrasó
en su descendente recorrido por el esófago, cosa que agradeció, ya
que la física sensación le trajo de vuelta al momento. Sentada
sobre un enorme cojín granate cruzó las piernas y cerrando los ojos
respiró honda y pausadamente. La mesa auxiliar sobre la que había
dispuesto todos los aderezos para el ritual se abría ante ella.
Segundos después despegó los ojos y en ellos destelló el
satisfecho brillo de la convicción. Calzó los guantes metálicos
para destapar el primer frasco que volcó dentro de la urna,
deslizando la tapa corredera con rapidez. El primer escorpión ya
estaba dentro. Repitió la operación con el otro frasco y las dos
pequeñas alimañas amarillas de negro aguijón quedaron en su
interior, arrojó los guantes a un lado, al tiempo que los agresivos
animales iniciaban una enfrentada danza territorial. Shushi observaba
con fascinación el duelo asesino con la cara muy pegada al
transparente material, divertida, eligió a uno de los beligerantes
artrópodos como el vencedor, el que le pareció más pujante. Al
cabo de pocos minutos el ejemplar elegido fue el que cayó bajo el
aguijón homicida de su oponente. Maldiciendo su mal criterio,
introdujo el alargado filo del cuchillo por una ranura lateral
practicada horas antes para tal efecto en el metacrilato, tanteó
hasta acertar en la cabeza del escorpión victorioso. Con el cuerpo
del vencedor tripa arriba en una mano y el cuchillo en la otra,
desgarró el abdomen del arácnido de parte a parte, extrajo las
vísceras y desplegó el enredo de órganos en la mesa, hurgó en
ellos hasta encontrar el aparato reproductor, que delicadamente
extrajo con la punta del cuchillo para colocarlo en el bol de acero
inoxidable. Alargando el brazo izquierdo y con el mismo filo,
practicó un profundo corte transversal, la sangre brotó hacia el
recipiente de inoxidable mientras con roto canto comenzó a recitar.
—Brazo
poderoso, ante ti vengo con todas las fuerzas de mi alma a buscar
consuelo en mi difícil situación. Brazo poderoso, no me desampares
en las puertas que se han de abrir en mi camino, sé tú, brazo
poderoso, el que las abra para darme la tranquilidad que tanto
ansío...
Repitió
tres veces el conjuro y con cada réplica un nuevo corte laceró la
extremidad.
—Súplica
que te hace un corazón afligido por los duros golpes del destino que
lo han vencido siempre en la lucha humana, ya que si tu poder divino
no intercede en mi favor,
sucumbiré por falta de tu ayuda. Brazo poderoso ayúdame, brazo
poderoso asísteme y condúceme a tu gloria. Gracias mi dulce Satán.
Shushi
apretaba con afán su antebrazo deleitándose en el flujo sanguino
que se resbalaba hasta el bol, mantuvo la presión hasta llenarlo por
la mitad, luego liberó la mano, la torturada extremidad pulsaba
destellos de dolor desde los despiadados cortes. Shushi respiró
hondo aliviada y orgullosa por su sacrificio, acercó el brazo a su
boca para lamer con excitación de las heridas, que por la posición
del brazo, rezumaban chorretones carmesí hacia sus pechos en
regueros que, rebasando el vientre morían en la cuña de su pubis
empapando el cojín bajo ella. Con ojos desorbitados por el sublime
placer contempló sin pestañear cómo el purpúreo caldo comenzaba a
hervir entre sonoros burbujeos. Sin perder ni un segundo más,
machacó con el mortero las tripas del escorpión en la vasija de
barro mezclándolas con el cabello y la ceja, apartó las tripas para
volcar el resto en el bol y subió la intensidad del fuego. Prendió
la vela negra, y con la misma cerilla, el robusto puro haitiano,
arrancando un estallido de tos seca de su garganta. Colocó la foto
de Juan delante de la llama para observar el maduro rostro a
contraluz, - Mi amor -, pensó. Expulsó el humo sobre la cara del
hombre doce veces,
al tiempo que una susurrante letanía se escapaba de entre sus
labios...
—Puro
purito, yo te conjuro en nombre de la Muerte, la señal que te pido
me has de dar. La ceniza tiene que caer. Si está ansioso por
hablarme su boca ha de abrir y con esta oración ha de venir. Alma de
los cuatro vientos quiero que me traigas a Juan y que por los siete
espíritus y las siete ánimas vuelva a mí, con el gran poder de la
Muerte. Muerte, tú que andas por el mundo en calles, montes y
colinas, si encuentras a Juan pon en su mente mi pensamiento. Si está
durmiendo que me sueñe. Que así sea.
Dicho
esto, apagó el puro en la cara fotografiada,
atravesando la imagen y arrojando la ceniza resultante en el bol. Le
sobrevino un ligero vértigo y se sintió ir entre el fuerte olor y
la bruma de la cocción que comenzaba a predominar en el espacio
cerrado. El adagio en G menor resonando en su mente embriagaba sus
sentidos, se supo débil y al borde del desmayo,
pero
ahora no podía echarse atrás, aquél era un camino de una sola
dirección. Los siete ya habían llegado.
Entintada
de su propia sangre y tarareando un rítmico murmullo para sus
adentros,
la desnuda silueta femenina se recortaba contra la amarillenta luz
que era filtraba a través de las delicadas cortinas blancas.
Contorneaba su cuerpo en lascivos movimientos al suave ritmo de la
música de Albinoni,
mientras removía el denso contenido del recipiente con la cuchara de
madera de boj, meneando la caliente mezcla doce veces a la derecha y
doce más a la izquierda. Una vez hubo terminado, posó el bol en una
estantería de la pared, la palma de su mano izquierda exhibía una
terrible quemadura que fue ignorada por completo. En el elevado
éxtasis en el que se encontraba a estas alturas del rito,
la
esencia de Shushi jugueteaba peligrosamente por las penumbras
cercanas al otro lado, junto a los habitantes del abismo. Con los
ojos en blanco y el alma perdida en algún punto indeterminado entre
ambos mundos, friccionó contra su vulva la ungida y ardiente cabeza
cóncava del utensilio, el calor de la pastosa madera estimuló su
clítoris endureciéndolo al instante. Las sombras querían más y
manejaron su mano con sutil astucia. Un relámpago de placer le
recorrió el sistema nervioso haciendo que abriera las piernas para
jugar con los labios superiores, separándolos, rozando en cada
porción de carne descubierta, mientras un oscuro e intenso placer la
embargaba por completo. Se mordió el labio con tal fuerza que,
unas perlas de sangre asomaron bajo los premolares en el preciso
instante en que penetró por completo la enorme cabeza de la cuchara
en la vagina. El
calor
la abrasaba por dentro, pero no le importó, al contrario, escuchaba
sus risas en el abrigo de su mente y sintió cómo su voluntad dejó
de pertenecerle. Apretando aún más los dientes sobre el labio
inferior movió la ardiente cabeza en círculo,
doce veces a la derecha y doce a la izquierda,
hasta que entre guturales gemidos le sobrevino un orgasmo de tal
intensidad que poco faltó para que le hiciese caer de bruces.
Temblando de pies a cabeza apoyó una mano en la pared y extrajo
entre espasmos la cuchara totalmente impregnada en un flujo sucio y
espeso. La dejó caer y acercando el bol a la entrepierna orinó en
él. Elevando el recipiente sobre su cabeza y dando vueltas sobre sí
misma retomó el cántico entre dientes, detuvo su rotación ante la
vela negra, se arrodilló y bebió la mitad de su contenido en tragos
cortos y espaciados. Mientras en sus ojos bailaba su llama movida por
una brisa imposible. Los mancillados genitales palpitaban en
ignoradas punzadas de dolor, las sienes a punto de estallar y en su
mente un coro de voces repetía junto a la suya…
«Juan...
Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan...
Juan... Juan...»
Derramó
el resto de la pócima sobre su pecho y con creciente excitación
restregó el maloliente ungüento por su escuálida anatomía,
describiendo amplios círculos con ambas manos. Ya casi había
concluido y Juan, al fin, sería para ella, sólo para ella. Ya casi
estaba hecho… Únicamente restaba la última oración que debería
recitar durante un acto de reclamo sexual. Con la gruesa vela en una
mano arrastró los pies hasta la cama, su cadavérica forma
embadurnada en toda aquella suciedad,
cayó a peso muerto sobre las sábanas. Se sentía feliz, arropada
por las sombras. Ellos estaban en ella y ella estaba con ellos, veían
a través de sus ojos en blanco y con las pupilas giradas hacia
adentro ella los veía, allí, agazapados, jugueteando con su propia
alma.
Las
piernas se le abrieron sin que su cerebro emitiera esa orden, y con
la negra vela encendida se penetró bruscamente, su cuerpo se curvó
y retorció en imposibles convulsiones, al tiempo que repetía entre
gritos la letanía final.
Santa
Muerte,
Espíritu
del Dominio.
Que al calvario llegaste,
tres clavos trajiste,
uno lo tiraste al mar,
el otro se lo clavaste a tu hijo.
El que te queda no te lo pido dado,
sino prestado para clavárselo
a Juan, para que venga a mí,
amante y cariñoso,
fiel como un perro,
manso como un cordero,
caliente como el averno,
que venga, que venga,
que nadie lo detenga.
Ven... ven... ven...
Yo soy la única persona que te llama.
Ven... ven... ven...
Que al calvario llegaste,
tres clavos trajiste,
uno lo tiraste al mar,
el otro se lo clavaste a tu hijo.
El que te queda no te lo pido dado,
sino prestado para clavárselo
a Juan, para que venga a mí,
amante y cariñoso,
fiel como un perro,
manso como un cordero,
caliente como el averno,
que venga, que venga,
que nadie lo detenga.
Ven... ven... ven...
Yo soy la única persona que te llama.
Ven... ven... ven...
Espíritu
del Dominio.
¡Oh,
espíritu dominante!
Con
el divino poder que Satán te ha dado,
haz
que Juan sea dominado en cuerpo y alma por mí.
Espíritu
del Dominio...
Bahlahzel…
Ven...
ven... ven...
—Ya
está hecho —susurró un coro de voces en su interior.— Ahora. Él
vendrá.
Exhausta,
quedó inerte sobre un amasijo de sábanas enmarañadas, más que
dormida, desmayada por el tormento auto infligido. Cubierta de sangre
y con la vela negra insertada hasta la mecha en sus entrañas. Una
ridícula mueca asomaba en su rostro, un gesto que a alguien le
podría haber recordado una sonrisa. Las voces habían partido.
La
oscuridad es tranquila… sucumbir a la tentación de caer en ella
promete consuelo después del sufrimiento… Se oyó susurrar al aire
en un largo suspiro escapado de su boca.
**********
La
densa opacidad se abrió, y su manto permitió que una tenue luz se
vislumbrara en la lejanía, apenas un punto de blanca expectación en
la inmensidad dominante. Alguien, al fin, había vuelto a abrir la
puerta, le estaba llamando desde el otro lado. Alguien estaba
cometiendo el mismo error de nuevo.
Despojándose
de la casulla que le hermanara con las tinieblas, y deshaciendo la
recogida postura con la que aguardaba en la eternidad, Bahlahzel
desplegó las enormes membranas aladas con un deshidratado crepitar
en sus viejas articulaciones. El en otro tiempo plumaje blanco, ahora
deslucido y pardo, volvió a batirse atravesando el lóbrego velo del
inframundo; el castigo había concluido y de nuevo se le permitía
regresar al ámbito de los mortales. Entrecerró sus cárdenos ojos
ante el creciente albor
que
se aproximaba a cada impulso de aquellos desentrenados tendones,
prometiéndose que nunca volvería a incurrir en los mismos errores
que le postergaran por demasiado tiempo al cruel destierro del
olvido. Fue tierra mojada y polvo áspero… maloliente lecho de
serpientes y escurridizos gusanos,
durante la eternidad que dura el tiempo sin referencia.
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