miércoles, 8 de febrero de 2017

Sushi

Un post de Balasero




















El adagio en G menor de Tomaso Albinoni era susurrado a bajo volumen desde la mini cadena, cuando Shushi terminó de cortar todas las uñas de sus pies y manos en la semioscuridad del dormitorio. Uñas que dejó crecer durante los últimos cinco meses, en los que su deseo y melancolía por Juan crecieron hasta límites rayanos en la insalubridad mental, terminando en un bol de inoxidable que apartó con trémulas manos. Le hubiera gustado depositar en el acerado recipiente tanta zozobra como cupiese; volcar, vomitar, deshacerse de la angustia por ese amor no correspondido, pero aquellas agraviantes fibras anidaban en cada rincón de su interior. El adagio de Albinoni terminó, volviendo a comenzar en un bucle interminable grabado por ella misma en una casete de ciento veinte minutos, no obstante se trataba de la conducción de Juan Remón ante la Orquesta Metropolitana. Ese altivo profesor de música que nunca había recalado en su existencia por mucho que ella se esforzara por hacerse notar; llegando incluso a ocasionar simulados encuentros fortuitos en el metro o en la cafetería, donde Juan solía repasar las notas o los exámenes del día. Para él, ella no era nadie, si acaso una estudiante de violín más y eso no podía seguir siendo así, porque de continuar, aquella arrebatada obsesión terminaría en tragedia.
Su corazón sangraba desde la oscuridad de una inquina contagiada por los años de nulidad personal que cargaba con pesar. Lo sintió herido de muerte, mientras extraía de un sobrecito transparente con auto cierre un mechón de oscuro cabello, arrancado en uno de aquellos ensayados tropiezos por los abarrotados pasillos de la escuela de música. Cuando, y sin tocarlo con los dedos lo introdujo en el bol, le vino a la memoria el día en que se hizo con aquél "presente"; él, increpó duramente su torpeza, ella, disculpó su falta de cuidado desplegando toda una serie de nerviosas excusas, pero al fin tenía lo que había planeado obtener durante meses de dudas e inseguridades. Una vez que armada del valor necesario se dio cuenta de lo fácil que había resultado hacerlo, se excitó tanto por el triunfo obtenido que tomó otra decisión, y ésta fue la que a través de oscuros estudios e insólitas adquisiciones la llevaron hasta esa misma noche.
Evocó con un simulacro de sonrisa la escena que tuvo lugar en aquella misma habitación. Cuando se masturbó apretando el perfumado y recién adquirido trofeo capilar contra su nariz, impregnando los sentidos del varonil aroma condensado en el segmento de cabello. Consiguió encadenar una secuencia de orgasmos como jamás en la vida hubiese imaginado que nadie pudiera disfrutar. Sus entrenados dedos bailaron al son de una concreta fantasía sexual; ella estaba siendo poseída por Juan en un lecho de suave terciopelo cubierto de aromáticos pétalos de rosa, mientras eran observados por impasibles masas informes que, rodeando el santuario de su placer acariciaban sus heterogéneos penes emitiendo un rumoroso arrullo de gemidos y suspiros, que alcanzaron el máximo apogeo al eyacular profusamente sobre el bruñido pavimento, hasta cubrirlo por completo con el ofrendado semen. Desde la blanquecina materia y en secuencias a cámara lenta, emergían más figuras sin rostro que continuaban el ritual onanista, en un eterno florecimiento que imitaba el ciclo de las cosas dentro de su ensueño. La majestuosa presencia de su amante sobre ella, le hacía sentirse tan diminuta como cuando de niña recibía las íntimas visitas de su tío paterno. Pero a diferencia de entonces, ahora disfrutaba del erecto calor que se introducía en lo más reservado de su persona. Se retorcían al ritmo del espectral susurro circundante entre dulces y acompasados gemidos.
Cuando en su cuerpo el hormigueo previo a las pulsaciones orgásmicas asomaba a sus sentidos, las informes presencias, como avisadas por su propia voluntad, se congregaban en torno a su cabeza, para descargar sobre la cara la exquisita carga escrotal, colmando sus cavidades faciales con tal frenesí que, sin tiempo para asimilar todo aquél regalo de lujuria, la llevaban hasta el límite de la asfixia enfatizando así el sublime instante final del éxtasis.
Una incipiente humedad en su interior la devolvió a la penumbrosa estancia, lo cual hizo que dibujara un mohín de desagrado en su consumido rostro. Aquella no era ocasión para dejarse llevar por semejantes fantasías, al instante reprochó su propia frivolidad ante un momento tan importante para el hermoso futuro que le esperaba tras aquél trece de agosto. Trasladando el mechón a una vasija de barro que ella misma moldeara días atrás, dirigió los pasos al baño; de la encimera junto al enorme espejo tomó unas pinzas depilatorias y de un seco tirón arrancó un buen pedazo de ceja. Con un grave gesto de dolor introdujo la ofrenda en la misma vasija. La frontal luz alógena del lavabo le cautivó igual que un insecto es atraído por una bombilla, desnuda frente a su duplicada imagen comenzó a sollozar mientras un hilo de sangre se deslizaba desde la herida sobre el ojo derecho, hasta la comisura misma de los labios; lo recibió con la punta de la lengua percibiendo el oxidado sabor al tiempo que exploraba el pálido paisaje de aquella desabrigada delgadez. La casi enfermiza falta de grasa la dotaba de un aspecto cadavérico, las costillas destacaban bajo unos pechos diminutos y caídos, encuadrados entre las prominentes clavículas y aquellos famélicos brazos, que antaño aparecían vigorosos y bronceados por la vida sana del campo. Los ojos se hundían en umbrías oquedades que morían en unos demacrados pómulos, avergonzados por su propio reflejo bajaron hasta las enjutas caderas, que sustentaban unas frágiles piernas de alambre y entre ellas su vulva vaginal sobresalía abultada como si de una bufonesca sonrisa se tratara.
Lloró sin consuelo advirtiendo lo que aquella obsesión había hecho con ella, preguntándose donde había quedado aquella hermosa muchacha que traía locos a todos los chicos del instituto. Se veía víctima de su propia enajenación, de aquel destructivo amor por Juan que la había llevado hasta ese extremo; ya ni era capaz de recordar cuándo fue la última vez que había comido en condiciones o cuándo simplemente, había sonreído con verdadera naturalidad. Ya apenas salía a la calle ni acudía a las clases de música, no respondía a las llamadas de los amigos, ni siquiera cuando lo hacían desde el otro lado de la puerta. Pasaba las horas en su habitación de la residencia de estudiantes tumbada en la cama, desnuda, masturbándose una vez tras otra, en compulsivos estallidos de salvaje y sucio deseo sexual, que irremediablemente culminaban en arranques de llanto y desolación.
Pero todo aquello concluiría esa misma noche; disponía de todo lo preciso, cada pequeño detalle, cada cosa en su sitio. Susana Pérez terminaría con su maldición de una vez por todas y Juan Remón sería suyo o no sería de nadie. Respirando profundamente por cinco veces, reprimió el acceso de llanto, lavó su triste rostro con abundante agua y sin secarse siquiera, retornó a la semioscuridad del dormitorio. Sentándose sobre la cama se dispuso a repasar con minucioso celo cada pormenor del atávico rito que estaba a punto de comenzar.
El bol de acero con todas las uñas de sus dedos, la vasija con el cabello del hombre amado junto a su pedazo de ceja, cuchara de boj, mortero de cocina, el camping gas y las cerillas de madera, un puro haitiano de hoja natural confeccionado para rituales mágicos, y directamente importado desde la lejana isla, la foto de Juan al lado del cuchillo mondador, una vela negra, los dos frascos con los escorpiones norteafricanos de nueve centímetros, la urna de metacrilato y los guantes de malla metálica. Consultó el reloj y apagó la luz del baño que había dejado encendida, en un claro descuido que la llegó a irritar sobremanera, ya que era esencial que el ambiente fuera el preciso, aún restaban quince minutos para las dos de la madrugada, hora en la que todo debería comenzar. Puso del revés los dos espejos del cuarto y la televisión, corrió las cortinas para que ninguna imagen pudiera ser reflejada y alejar de este modo las furtivas miradas del “otro lado”.
La alarma del despertador digital sobre la mesilla de noche sonó con estridencia, dispersando el cándido estado de concentración en el que había estado inmersa esos últimos momentos. La canceló de un manotazo. Ya era la hora y aunque segura de sus intenciones, no pudo evitar un acceso de nervios que intentó socavar con un crudo trago de ginebra directo desde la botella a su gaznate, el licor le abrasó en su descendente recorrido por el esófago, cosa que agradeció, ya que la física sensación le trajo de vuelta al momento. Sentada sobre un enorme cojín granate cruzó las piernas y cerrando los ojos respiró honda y pausadamente. La mesa auxiliar sobre la que había dispuesto todos los aderezos para el ritual se abría ante ella. Segundos después despegó los ojos y en ellos destelló el satisfecho brillo de la convicción. Calzó los guantes metálicos para destapar el primer frasco que volcó dentro de la urna, deslizando la tapa corredera con rapidez. El primer escorpión ya estaba dentro. Repitió la operación con el otro frasco y las dos pequeñas alimañas amarillas de negro aguijón quedaron en su interior, arrojó los guantes a un lado, al tiempo que los agresivos animales iniciaban una enfrentada danza territorial. Shushi observaba con fascinación el duelo asesino con la cara muy pegada al transparente material, divertida, eligió a uno de los beligerantes artrópodos como el vencedor, el que le pareció más pujante. Al cabo de pocos minutos el ejemplar elegido fue el que cayó bajo el aguijón homicida de su oponente. Maldiciendo su mal criterio, introdujo el alargado filo del cuchillo por una ranura lateral practicada horas antes para tal efecto en el metacrilato, tanteó hasta acertar en la cabeza del escorpión victorioso. Con el cuerpo del vencedor tripa arriba en una mano y el cuchillo en la otra, desgarró el abdomen del arácnido de parte a parte, extrajo las vísceras y desplegó el enredo de órganos en la mesa, hurgó en ellos hasta encontrar el aparato reproductor, que delicadamente extrajo con la punta del cuchillo para colocarlo en el bol de acero inoxidable. Alargando el brazo izquierdo y con el mismo filo, practicó un profundo corte transversal, la sangre brotó hacia el recipiente de inoxidable mientras con roto canto comenzó a recitar.
Brazo poderoso, ante ti vengo con todas las fuerzas de mi alma a buscar consuelo en mi difícil situación. Brazo poderoso, no me desampares en las puertas que se han de abrir en mi camino, sé tú, brazo poderoso, el que las abra para darme la tranquilidad que tanto ansío...
Repitió tres veces el conjuro y con cada réplica un nuevo corte laceró la extremidad.
Súplica que te hace un corazón afligido por los duros golpes del destino que lo han vencido siempre en la lucha humana, ya que si tu poder divino no intercede en mi favor, sucumbiré por falta de tu ayuda. Brazo poderoso ayúdame, brazo poderoso asísteme y condúceme a tu gloria. Gracias mi dulce Satán.
Shushi apretaba con afán su antebrazo deleitándose en el flujo sanguino que se resbalaba hasta el bol, mantuvo la presión hasta llenarlo por la mitad, luego liberó la mano, la torturada extremidad pulsaba destellos de dolor desde los despiadados cortes. Shushi respiró hondo aliviada y orgullosa por su sacrificio, acercó el brazo a su boca para lamer con excitación de las heridas, que por la posición del brazo, rezumaban chorretones carmesí hacia sus pechos en regueros que, rebasando el vientre morían en la cuña de su pubis empapando el cojín bajo ella. Con ojos desorbitados por el sublime placer contempló sin pestañear cómo el purpúreo caldo comenzaba a hervir entre sonoros burbujeos. Sin perder ni un segundo más, machacó con el mortero las tripas del escorpión en la vasija de barro mezclándolas con el cabello y la ceja, apartó las tripas para volcar el resto en el bol y subió la intensidad del fuego. Prendió la vela negra, y con la misma cerilla, el robusto puro haitiano, arrancando un estallido de tos seca de su garganta. Colocó la foto de Juan delante de la llama para observar el maduro rostro a contraluz, - Mi amor -, pensó. Expulsó el humo sobre la cara del hombre doce veces, al tiempo que una susurrante letanía se escapaba de entre sus labios...
Puro purito, yo te conjuro en nombre de la Muerte, la señal que te pido me has de dar. La ceniza tiene que caer. Si está ansioso por hablarme su boca ha de abrir y con esta oración ha de venir. Alma de los cuatro vientos quiero que me traigas a Juan y que por los siete espíritus y las siete ánimas vuelva a mí, con el gran poder de la Muerte. Muerte, tú que andas por el mundo en calles, montes y colinas, si encuentras a Juan pon en su mente mi pensamiento. Si está durmiendo que me sueñe. Que así sea.
Dicho esto, apagó el puro en la cara fotografiada, atravesando la imagen y arrojando la ceniza resultante en el bol. Le sobrevino un ligero vértigo y se sintió ir entre el fuerte olor y la bruma de la cocción que comenzaba a predominar en el espacio cerrado. El adagio en G menor resonando en su mente embriagaba sus sentidos, se supo débil y al borde del desmayo, pero ahora no podía echarse atrás, aquél era un camino de una sola dirección. Los siete ya habían llegado.
Entintada de su propia sangre y tarareando un rítmico murmullo para sus adentros, la desnuda silueta femenina se recortaba contra la amarillenta luz que era filtraba a través de las delicadas cortinas blancas. Contorneaba su cuerpo en lascivos movimientos al suave ritmo de la música de Albinoni, mientras removía el denso contenido del recipiente con la cuchara de madera de boj, meneando la caliente mezcla doce veces a la derecha y doce más a la izquierda. Una vez hubo terminado, posó el bol en una estantería de la pared, la palma de su mano izquierda exhibía una terrible quemadura que fue ignorada por completo. En el elevado éxtasis en el que se encontraba a estas alturas del rito, la esencia de Shushi jugueteaba peligrosamente por las penumbras cercanas al otro lado, junto a los habitantes del abismo. Con los ojos en blanco y el alma perdida en algún punto indeterminado entre ambos mundos, friccionó contra su vulva la ungida y ardiente cabeza cóncava del utensilio, el calor de la pastosa madera estimuló su clítoris endureciéndolo al instante. Las sombras querían más y manejaron su mano con sutil astucia. Un relámpago de placer le recorrió el sistema nervioso haciendo que abriera las piernas para jugar con los labios superiores, separándolos, rozando en cada porción de carne descubierta, mientras un oscuro e intenso placer la embargaba por completo. Se mordió el labio con tal fuerza que, unas perlas de sangre asomaron bajo los premolares en el preciso instante en que penetró por completo la enorme cabeza de la cuchara en la vagina. El calor la abrasaba por dentro, pero no le importó, al contrario, escuchaba sus risas en el abrigo de su mente y sintió cómo su voluntad dejó de pertenecerle. Apretando aún más los dientes sobre el labio inferior movió la ardiente cabeza en círculo, doce veces a la derecha y doce a la izquierda, hasta que entre guturales gemidos le sobrevino un orgasmo de tal intensidad que poco faltó para que le hiciese caer de bruces. Temblando de pies a cabeza apoyó una mano en la pared y extrajo entre espasmos la cuchara totalmente impregnada en un flujo sucio y espeso. La dejó caer y acercando el bol a la entrepierna orinó en él. Elevando el recipiente sobre su cabeza y dando vueltas sobre sí misma retomó el cántico entre dientes, detuvo su rotación ante la vela negra, se arrodilló y bebió la mitad de su contenido en tragos cortos y espaciados. Mientras en sus ojos bailaba su llama movida por una brisa imposible. Los mancillados genitales palpitaban en ignoradas punzadas de dolor, las sienes a punto de estallar y en su mente un coro de voces repetía junto a la suya…
«Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan... Juan...»
Derramó el resto de la pócima sobre su pecho y con creciente excitación restregó el maloliente ungüento por su escuálida anatomía, describiendo amplios círculos con ambas manos. Ya casi había concluido y Juan, al fin, sería para ella, sólo para ella. Ya casi estaba hecho… Únicamente restaba la última oración que debería recitar durante un acto de reclamo sexual. Con la gruesa vela en una mano arrastró los pies hasta la cama, su cadavérica forma embadurnada en toda aquella suciedad, cayó a peso muerto sobre las sábanas. Se sentía feliz, arropada por las sombras. Ellos estaban en ella y ella estaba con ellos, veían a través de sus ojos en blanco y con las pupilas giradas hacia adentro ella los veía, allí, agazapados, jugueteando con su propia alma.
Las piernas se le abrieron sin que su cerebro emitiera esa orden, y con la negra vela encendida se penetró bruscamente, su cuerpo se curvó y retorció en imposibles convulsiones, al tiempo que repetía entre gritos la letanía final.

Santa Muerte,
Espíritu del Dominio.

Que al calvario llegaste,

tres clavos trajiste,

uno lo tiraste al mar,

el otro se lo clavaste a tu hijo.

El que te queda no te lo pido dado,

sino prestado para clavárselo

a Juan, para que venga a mí,

amante y cariñoso,

fiel como un perro,

manso como un cordero,

caliente como el averno,

que venga, que venga,

que nadie lo detenga.

Ven... ven... ven...

Yo soy la única persona que te llama.

Ven... ven... ven...
Espíritu del Dominio.
¡Oh, espíritu dominante!
Con el divino poder que Satán te ha dado,
haz que Juan sea dominado en cuerpo y alma por mí.
Espíritu del Dominio...
Bahlahzel…
Ven... ven... ven...


Ya está hecho —susurró un coro de voces en su interior.— Ahora. Él vendrá.
Exhausta, quedó inerte sobre un amasijo de sábanas enmarañadas, más que dormida, desmayada por el tormento auto infligido. Cubierta de sangre y con la vela negra insertada hasta la mecha en sus entrañas. Una ridícula mueca asomaba en su rostro, un gesto que a alguien le podría haber recordado una sonrisa. Las voces habían partido.
La oscuridad es tranquila… sucumbir a la tentación de caer en ella promete consuelo después del sufrimiento… Se oyó susurrar al aire en un largo suspiro escapado de su boca.
**********
La densa opacidad se abrió, y su manto permitió que una tenue luz se vislumbrara en la lejanía, apenas un punto de blanca expectación en la inmensidad dominante. Alguien, al fin, había vuelto a abrir la puerta, le estaba llamando desde el otro lado. Alguien estaba cometiendo el mismo error de nuevo.
Despojándose de la casulla que le hermanara con las tinieblas, y deshaciendo la recogida postura con la que aguardaba en la eternidad, Bahlahzel desplegó las enormes membranas aladas con un deshidratado crepitar en sus viejas articulaciones. El en otro tiempo plumaje blanco, ahora deslucido y pardo, volvió a batirse atravesando el lóbrego velo del inframundo; el castigo había concluido y de nuevo se le permitía regresar al ámbito de los mortales. Entrecerró sus cárdenos ojos ante el creciente albor que se aproximaba a cada impulso de aquellos desentrenados tendones, prometiéndose que nunca volvería a incurrir en los mismos errores que le postergaran por demasiado tiempo al cruel destierro del olvido. Fue tierra mojada y polvo áspero… maloliente lecho de serpientes y escurridizos gusanos, durante la eternidad que dura el tiempo sin referencia.





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